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La persona más allá del terapeuta


Como terapeutas atravesamos también por un ciclo vital, evolucionamos cronológicamente, con nuestras experiencias de vida y en nuestro desarrollo profesional.

–Liddle,1988; Falicov, 2005

El espacio terapéutico es un momento de co-construcción, se comparten y se generan discursos que significan de bastas formas a los participantes del mismo. Es en este espacio donde el terapeuta debe de ser consciente que esta relación no es unilateral, y que, al participar en este contexto, está sujeto también a verse re-estructurado por las participaciones del otro. Todos nos hemos encontrado con la situación en la que, al escuchar las narraciones del paciente, no podemos, sino sentirnos identificados con lo que escuchamos. En un instante nos vemos atrapados en un aparente callejón sin salida, cegados por el mito de la objetividad, a la que nos debemos de apegar de una manera casi religiosa para no influenciar al paciente; Pero, ¿qué hay de usarnos a nosotros y nuestra historicidad como recurso terapéutico?, ¿Qué sucede si somos conscientes de las subjetividades que nos construyen a nosotros y a los demás?, ¿Podríamos tomarlo a ventaja?, y finalmente, ¿Qué beneficios vendrían con ello?


Del otro lado del sillón

Fishman, H. (1993) refiere que el objetivo del terapeuta y su principal función es alterar el equilibrio del sistema y observarlo para ver quien intenta restituirlo a su homeostasis. Esto nos hace cuestionarnos ¿Qué pasa si el terapeuta se ve enganchado en la historia de vida del paciente y se ve engullido por la homeostasis?, ¿Qué sucede si no es capaz de observar quien hace que, porque se encuentra manteniendo las mismas alianzas que trae consigo la familia, o incluye juicios personales que forman nuevas estructuras rígidas, carentes o poco relacionadas a la situación de la familia?


Desde la experiencia personal y citando a Minuchin, S. et al. (1998) la terapia debe ser un proceso en el cual los terapeutas se emplean a sí mismos. El yo como herramienta terapéutica es un recurso fundamental y que delimita nuestro propio estilo terapéutico, es por ello que nos vemos en una enorme necesidad de no solo trabajar y dominar el aspecto teórico de los referentes en esta área del conocimiento, sino que es responsabilidad del terapeuta el realizar una introspección de lo propio, e inclusive de llevar a cabo un proceso terapéutico personal; esto con el fin de analizar nuestra vivencia, para conocer nuestro discurso y como ha sido construido desde nuestra historicidad, así como su impacto en nuestras acciones y discursos actuales; esto con el fin de que no actúen como limitantes, evitando así tomar alianzas o formar coaliciones rígidas y poder evitar ser consumido por la homeostasis familiar presentada.


Ahora que hemos revisado la importancia del proceso personal y la consciencia de la vivencia propia en la labor terapéutica para evitar situaciones problemáticas o que no produzcan un cambio; también debemos de revisar el uso apropiado del yo y la utilidad del mismo en terapia.


Tomando como referencia el caso de Israela Meyerstain, narrado por Minuchin, S. (1998) notamos como este priorizaba el uso de la emoción propia por sobre del aspecto intelectual, el uso de la creatividad y la espontaneidad más allá del dominio de la técnica y la ejecución; considerando que esto da mayor integración y sentido a las intervenciones del terapeuta, inclusive según menciona Israela, ella descubre que el uso tan metódico de la técnica, quizá era un recurso propio de la capacidad cognitiva como protectora ante la vulnerabilidad emocional. Lo anterior me hace reflexionar en que el uso del yo en terapia es una labor sumamente compleja para el terapeuta, requiere honestidad, valor, y saberse a sí mismo humano y vulnerable; pero también al hacerlo somos capaces de reflejar en el paciente estas mismas características, estableciendo una relación terapéutica más viva y sincera, que por ende habrá de ser más fuerte y funcional. Pero también, el conocimiento propio nos ayuda a crear introspecciones que harán cuestionarnos el porqué de nuestras intervenciones, a veces inclusive deteniéndonos un momento antes de hacerlas, y tal vez cambiándolas de dirección.


Conocernos a nosotros mismos, es conocer como interactuamos, y saber nuestras formas de interacción nos presenta la oportunidad de introducir el cambio, no solo en los otros, sino también, en nosotros mismos.


El terapeuta irreverente

El ser irreverente consiste en un proceso recursivo entre el contenido teórico y técnico, con la historicidad y el discurso del terapeuta. Se trata de una propia construcción, dar origen a tu propio estilo terapéutico a partir del camino que se ha recorrido, es la suma del aprendizaje, la experiencia, la situación biográfica, las interacciones con otros discursos y el discurso propio; todo ello procesado por una reflexión crítica, en la que habremos de cuestionarnos y de deconstruir lo que somos y lo que sabemos; siendo, a partir de este punto, que nacerá un propio estilo terapéutico, con un terapeuta que se reconoce a si mismo frente al espejo que es su labor y es capaz de presentarse como un “experto inexperto” dispuesto a co-construir nuevos caminos en el espacio terapéutico.


Sin duda el proceso personal y la labor terapéutica se encuentran en una relación circular, y creo que esta misma consiste en comprender que descubrimos más de nosotros mismos, a través de las historias de los otros.


Por: David Martínez Becerra

Referencias:

  • Cecchin, G., Lane, G., & Wendel, A. R. (2002). Irreverencia: Una estrategia de supervivencia para terapeutas. Barcelona: Paidós

  • Fishman, H. C. (1993). Terapia Estructural Intensiva. Buenos Aires: Amorrortu

  • Minuchin, S. (1999) Familias y Terapia Familiar. Barcelona: Gedisa

  • Minuchin, S., Lee, W. & Simon, G. M. (1998) El Arte de la Terapia Familiar. España: Paidós

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